De Iberia al Campo Zamorano

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"En Nuestro Pueblo Entretanto…"

El pasado nos resulta inteligible a la luz del presente y sólo podemos comprender plenamente el presente a la luz del pasado. Hacer que el hombre pueda comprender la sociedad del pasado, e incrementar su dominio de la sociedad del presente, tal es la doble función de nuestra historia. "Una forma diferente de ver la historia, sin entrar en su estudio, ni un punto de ideologías falsas, ni un vistazo cómico de ella, ojalá que alguien después de leer estas lineas, se interese por leer la historia"

En 1824, el famoso editor liberal valenciano Mariano Cabrerizo le encargó la traducción completa a Jaime Villanueva Astengo de la publicada en 1808 por el francés Alexandre de Laborde, y que será publicada en 1826.
Nos trasladamos entonces a finales de 1808, y desde aquí comienzo mi historia, he aquí un extracto libre (bajo perspectiva francesa) de los principales sucesos que hicieron á la España pasar á diferentes dominaciones; pero en medio de tanta revolución, ni las guerras, ni el tiempo han podido destruir enteramente los monumentos dé la más remota antigüedad; cuya noticia se indicará en el discurso de esta; pues esta bella región es acaso la sola del globo en donde se encuentran las artes de cuatro naciones diferentes, que sucesivamente la han hermoseado.

Entre las principales causas que han conspirado á efuscar y aun á destruir la verdad en la historia de los acontecimientos humanos, con dificultad se hallará una que haya producido efectos más transcendentales que el deseo de lo extraño y maravilloso. Conducidos los historiadores por tan errado principio al formar la historia de los pueblos, han dirigido todas sus miras á que su antigüedad suba hasta la época de la transmigración de las gentes después del diluvio, para dar de este modo á su país una cierta singularidad y preeminencia, de que no puedan gloriarse los otros. De esta ridícula máxima han nacido aquellas cronologías caprichosas de siglos y príncipes que nos son desconocidos; aquella unión monstruosa de la fábula con la historia.

Por desgracia la de nuestra España es acaso la que ha padecido más que ninguna otra los efectos de este modo extravagante de pensar; viéndose corrompida ó con fabulosas tradiciones, ó con menudencias pueriles, supuestas por los falsos cronicones. Los griegos sacaban de su comercio ventajas demasiado considerables, para no formar el más alto concepto de este país, y enriquecerle con las ficciones hermosas que de sus fabulosos héroes imaginaban los poetas. Los historiadores latinos, que fueron por lo perteneciente á tiempos tan remotos unos meros copiantes de los griegos, repitieron estos cuentos despreciables, que adoptaron después con poca crítica los historiadores más antiguos de España.
Estaban estas fábulas sembradas y esparcidas en diferentes obras de los antiguos , hasta que un célebre impostor concibió la atrevida empresa de reunirías en un cuerpo; y excediendo á los mismos griegos en el fingir, compuso un falso Beroso y un Maneton, que tuvo la audacia de publicar como verdaderos y legítimos, y como si hubiesen sido recientemente descubiertos. Cualquiera echará de ver que hablamos do Annio de Viterbo, que vivió en el siglo XV. Unos errores tan halagüeños, unas fábulas tan lisonjeras, no pudieron menos de ser recibidas con placer por nuestros antepasados, y más en unos tiempos que distaban tan poco de los siglos caballerescos. Los franceses vieron con gusto enriquecer su historia con veinte y dos reyes , que existieron en las Gálias antes del sitio de Troya, y concibieron un noble orgullo en ver que descendían nada menos que de Dispater, á quien se pretendía hacer hijo cuarto de Japhet. De la misma manera se ensoberbecieron los españoles, con el nuevo hallazgo de llevar su ascendencia hasta Túbal, encontrándose con una sucesión no interrumpida de reyes desde este nieto de Noé , hasta la conquista de los cartagineses.

Habría sido tolerable el mal, si se hubiese reducido al impostor de Viterbo; pero un siglo después apareció Román de la Higuera, quien tuvo la audacia de forjar nuevos cronicones, autorizándolos con nombres respetables, y cuya falsedad permaneció en disputa hasta la mitad del siglo XVII, en que los esfuerzos de varones sabios y eruditos la dejaron demostrada. Por esta causa cuantas historias generales y particulares están escritas antes de esta época, se hallan por lo común sembradas de las dichas ficciones y extravagancias. Las láminas de plomo fingidas en Granada en 1595, y condenadas por el sumo pontífice Inocencio XI en 1682, atestiguan esta verdad; y no la confirman menos los errores contenidos en la crónica general, y en tantas otras crónicas y cronicones que abortó la superchería , como también la traducción de autores árabes que jamás han existido.
Españoles sabios de un mérito muy distinguido, intentaron destruir semejantes fábulas, y sin duda lo consiguieron; pero no nos dejaron en su lugar una historia concisa y razonada de aquellos tiempos remotos. Sin embargo, cuando condenamos los errores literarios y despreciamos á los autores apócrifos, no permita Dios que tengamos la necia debilidad de querer desterrar (de esta obra) aquellas dulces memorias, que bastarían para hermosear los trozos mas áridos y llenos de espinas, ni aquellas tradiciones populares que se encuentran en donde quiera por toda la Península; las cuales hacen el mismo efecto en los sucesos históricos, que el que producen las plantas en las ruinas de los edificios antiguos.

¿Quién sería el profano que se atreviese á disputar á las llanuras hermosas de la Andalucía el sagrado nombre de Campos Elíseos, que les dio el padre de los poetas? ¿ni al Guadalete el del Rio del Olvido , ni á las Montañas de Calpe y Ávila, á las Cavernas de Gerion y de Caco , y á las Manzanas de oro de las Hespérides, la gloria de conservar señas y vestigios del mayor de los héroes de la antigüedad? Y vosotros, ó palacios de Granada, mezquitas de Córdoba, rocas de Loja, lugares sagrados para los ilustres guerreros, sitios de veneración y de ternura para los amantes finos, vosotros sois superiores á todas las descripciones árabes, y presentáis á la imaginación mucho más de lo que el Alcorán promete. ¡O mansiones deliciosas! Que nada interrumpa las interesantes visiones que vuestros retretes misteriosos nos inspiran, que las ilustres sombras que andan errantes, al rededor de vuestros opacos recintos, no sean jamás asustadas por un examen nimiamente severo, ni por una crítica insulsa y pedantesca ; antes bien las hermosas flores nazcan y se conserven por siglos , adornando vuestros sepulcros respetables.

Pero otras memorias, otras ilusiones más gloriosas todavía llaman nuestra atención á sitios más lejanos. Los manes de vuestros rivales, víctimas en otro tiempo de vuestra barbarie, y después vuestros gloriosos vencedores, ocupan toda la imaginación. Parece que se les ve subir de las montañas de Asturias, armados de unas cotas enmohecidas, cubiertos con pieles de bestias feroces, precediéndolos en lugar de bandera una simple cruz, signo aun mismo tiempo de la muerte de su divino Redentor , y de la salud de su pueblo.
¡Pelayo! ¡Alfonso! ¡Sancho! vuestra gloria brillante, vuestros inmensos trabajos llenan completamente nuestra imaginación. Las hazañas del segundo Hércules español Bernardo del Carpió, héroe moderno formado por la fábula, se nos hacen creíbles al contemplar las obscuras cavernas que os sirvieron tantas veces de asilo, los obstáculos y dificultades que superó vuestra constancia, proporcionándonos gloriosos triunfos , y últimamente vuestro valor y amor á la patria , á que debió su origen un imperio inmenso. Nada parece difícil, nada extraño, nada increíble ni milagroso: todos los medios presentan el carácter de la verdad, cuando los resultados son tan constantes y prodigiosos.
Más dejemos ya estas brillantes y seductoras imágenes, dando lugar a las importantes verdades que las precedieron, y tratemos de unir á un punto de vista todas las nociones que de la España antigua andan esparcidas en los viejos archivos del mundo.

Parece ser que los habitantes primeros de España poblaron esta hermosa y fértil región, formados en familias y tribus diferentes, separadas las unas de las otras, gobernándose por su propia autoridad, sin dependencia de jefe alguno que las mandase ni dictase leyes. Por esta causa dice Estrabón que los españoles no hubieran sido nunca sojuzgados, ni vencidos por los fenicios y romanos, si hubiesen estado unidos entre sí con un solo jefe, una legislación y un gobierno. Los griegos y los romanos los dividieron en dos partes, según se puede rastrear de sus nombres diferentes: á los unos llamaron Iberos, que son los que habitaban las costas del Mediterráneo hasta el Ebro, y á los otros los designaron con el nombre de Celtas , que eran los que poblaban hacia el occidente y el norte. Entre estos mediaban otros pueblos llamados celtíberos cuya expresión, según Diodoro de Sicilia, es señal de algún tratado de alianza concluido entre iberos y celtas, en el cual reunieron á un mismo tiempo sus nombres y sus intereses.

No nos detendremos á investigar de donde vinieron estas gentes, ni si los celtas pasaron los Pirineos, como pretenden los autores franceses é italianos, y los iberos vinieron de Asia á poblar España; ó si por el contrario, salieron de esta Península á formar colonias en aquellos países remotos. Lo cierto es que generalmente concuerdan todos en que España estaba habitada por estos dos pueblos principales, cuando vinieron los fenicios á establecer en ella sus primeras colonias. Fundaron estas al principio en los iberos como confinantes con el mar, quienes con el trato adoptaron sus costumbres y maneras, perdiendo su carácter nacional, y hasta su mismo idioma ; y así nos dice Estrabon que en su tiempo, no se reconocía en los españoles vestigio alguno de sus costumbres primitivas.

Por esta causa los autores que han tratado de España han empleado principalmente sus investigaciones sobre los celtíberos, como que eran el pueblo más poderoso y más respetable de toda la Península. La descripción que de ellos hace el autor citado, es muy parecida á la de Tácito cuando trata de los antiguos germanos; y si no es tan elocuente, á lo menos no la cede en las individualidades. Píntalos como unos pueblos medio salvajes, que habitaban en las montañas, de donde salían á hacer sus correrías y latrocinios. El vestido era una saya negra de lana ruda y grosera, como el pelo de la cabra; una tela tejida de cerdas de animales, rodeaba y cubría sus muslos, bajando desde la cintura hasta las rodillas.

Parecidos á los antiguos germanos, no conocían más que dos solas maneras de existir, que eran ó descansar o estar peleando. Sus armas eran proporcionadas á la agilidad de sus cuerpos, y á la profesión que de ordinario ejercían. Usaban de unos broqueles ó escudos escotados ó hechos en forma de arco, forrados de cueros, y atados con unas correas para poderlos meter en el brazo; pero de una solidez tal que resistían los golpes más fuertes, y manejados por sus brazos ágiles y robustos, evitaban cualquiera golpe. Guarnecían su cabeza con cascos ó morriones adornados de penachos rojos ; y para herir y ofender usaban de lanzas , venablos , hondas , y sobre todo de espadas de dos filos, tan fuertes y de temple tan fino , que de un tajo hacían pedazos cualquier morrión ó escudo, sin que hubiese nada que pudiese oponer resistencia.

Diodoro de Sicilia pretende que esta finura de las espadas, provenía de la costumbre que tenían los españoles de enterrarlas y tenerlas así, hasta tanto que el orin hubiese comido la parte más blanda del hierro , dejando solamente aquella que era más fuerte y más fina, pero la opinión de Justino, que lo atribuye á las aguas del Bilbilis (el rio Bilbilis, que entra en el Jalón en la Tarraconense), rio que unido al Jalón bañaba la antigua ciudad del mismo nombre, noble por sus aguas y sus armas según Marcial, ó del rio Chalybs (el Chalybs es rio que corre por Galicia) cuyas aguas adoptaron los gallegos para el mismo efecto, es la más verosímil y la que tiene más conformidad con la razón. Lo que no se puede dudar es que después que los romanos, advirtieron y experimentaron la ventaja de las espadas españolas sobre todas las demás, y que eran las más temibles, abandonaron las de sus fábricas, y las adoptaron , armando con ellas á sus soldados.
Su modo de pelear era el de las tropas ligeras: fatigar y tener al enemigo en perpetuo movimiento, no permitirle reposo alguno, acometerle inopinadamente, hacer el estrago, y retirarse con precipitación á sus inaccesibles montañas en donde quedaban defendidos por la misma naturaleza. Sin embargo, eran dóciles y podían recibir con facilidad la disciplina, como se vio en los ejércitos, de Aníbal y de Scipion.

Lo que más admiraba en estos pueblos belicosos era su incorruptible fidelidad, y una invencible fortaleza en medio de los mayores tormentos, sufridos por guardar un secreto. En la guerra púnica se vio con espanto un esclavo, que habiendo sido condenado á una muerte dolorosa por haber vengado la de su señor, se reía bajo el cuchillo de sus verdugos, insultando á su rabia con la serenidad que conservaba en su semblante. Tácito habla también de un colono de Termeste, ó Termes según Ptolomeo , quien después de haber dado muerte á Pisón, que era gobernador de la provincia, fue preso y puesto en tortura, para que declarase quiénes eran sus cómplices; pero el termestino, en lugar de nombrarlos, gritaba en su propia lengua : “En vano pretendéis conocerlos : jamás oiréis sus nombres de mis labios; y si quieren pueden presentarse seguros de mi constancia , y venir á ver cómo guardo su secreto”. Su intrepidez y fortaleza eran las mismas cuando se trataba de morir por la patria.

Unos cántabros que habían sido hechos prisioneros en la guerra, y condenados á padecer el último suplicio, cantaban alegremente estando ya clavados y alzados en sus cruces respectivas. Esta serenidad y esta sangre fría, que triunfan de la misma naturaleza, eran tan superiores á las ideas de los romanos en la decadencia de su república, que Estrabon, que es quien lo cuenta, no halla en estas acciones heroicas otra cosa que una mera locura. Las mujeres no cedían á sus maridos ni en el valor ni en la constancia: los acompañaban hasta en la misma pelea, matando y muriendo por la patria; y llegaba á tanto su feroz intrepidez, que quitaban la vida á sus mismos hijos para que no fuesen presa del enemigo, libertándolos con la muerte del oprobio de la esclavitud. Generalmente estaban todas persuadidas á que el matar los niños, era hacer un verdadero servicio á sus padres, á sus parientes y á la patria misma.

Unas virtudes tan heroicas son siempre el efecto de una vida frugal y llena de templanza: su comida, dice Estrabon, era sumamente simple, y su bebida ordinaria agua ó cerveza. Hacían poco vino, y este poco procuraban beberlo cuanto antes con su familia. Usaban de manteca en lugar de aceite, y comían sentados, en unos poyos, construidos alrededor de las paredes de la casa para este efecto. Los primeros asientos los ocupaban los ancianos y los hombres constituidos en dignidad; no tenían mesa, se llevaban los platos alrededor, y cada uno tomaba lo que quería. Sus convites no eran tristes y silenciosos, sino que se alegraban con danzas que hacían los hombres al son de flautas y de trompetas. En dos estaciones del año se mantenían de bellotas; para lo cual, al tiempo de la recolección las secaban y las molían, y con la harina hacían pan, que guardaban por mucho tiempo. Sus compras y ventas se celebraban por medio de cambios de unas materias por otras, y tal vez cortando de un pedazo de plata aquella porción que se juzgaba equivalente al valor de la cosa comprada.

Crueles con los prisioneros, justos y severos con los delincuentes, á quienes castigaban precipitándolos desde lo alto de una roca, eran humanos, blandos y benéficos con todos los extranjeros de cualquier país que fuesen, albergándolos en sus casas con la hospitalidad mas filantrópica: miraban con envidia al que tenia huéspedes en su casa; porque estaban persuadidos á que el que ejercía la hospitalidad era amigo del Ser supremo, y se hacía acreedor á las bendiciones del cielo.

La religión de los celtíberos era análoga á sus costumbres. Adoraban á un Dios que no tenia nombre, y su culto estaba reducido á que en las noches de los plenilunios, cada familia formaba una danza á la puerta de su casa, y celebraba con un regocijo religioso aquel gran Ser, cuya impenetrable majestad parecía adorar juntamente con ellos la silenciosa y grande naturaleza. Algunos escritores han pretendido que en Galicia se profesaba el ateísmo; pero su opinión no tiene otro fundamento que el modo particular de pensar de griegos y de romanos. Adoraban los gallegos sin duda, y tributaban sus cultos á un Dios inefable y desconocido, como los celtíberos; pero tanto los griegos como los romanos, creían firmemente que no podía haber religión ni culto en donde no veían simulacros ó señales exteriores de idolatría.

Hemos hecho esta pintura bastante circunstanciada de los primeros pueblos de España, porque á la verdad es un cuadro en el cual se ven fielmente retratadas las costumbres de sus habitantes, en todas las épocas de su historia. Siempre se encuentra el mismo valor, la misma fidelidad en los tratos, é igual frugalidad en sus personas. No parece sino que su carácter sencillo y generoso es efecto del país, pues ha resistido á todas las revoluciones que debieran haberle destruido; y el filósofo observador le reconoce todavía en estos tiempos en casi todos los pueblos de esta hermosa Península, sin que se pueda dudar que todas las bellas cualidades de nuestros antepasados, se reproducirán en sus generaciones siempre que lo exijan las circunstancias, o se vean rodeados de iguales peligros.

Hecho ya este bosquejo de lo que eran los españoles primitivos, pasemos á dar un breve compendio de los acaecimientos y revoluciones de este país, el cual traerá á la memoria del lector aquellas épocas principales, en que por un destino común á las demás provincias de Europa, se vio dominado de los bárbaros del norte; y por una desgracia particular y privativa, sojuzgado y hecho presa de los bárbaros del mediodía.

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