A trece leguas de Zamora, y en una suave hondonada, se encuentra mi pueblo, Cerecinos de Campos. Dividido en dos, por un pequeño arroyo, que aquí dicen el Reguero, seco la inmensa mayoría de los días, pero como queriendo emular, al duro contraste de clima que tenemos en esta comarca, en invierno, su cauce no puede con el agua de lluvia e inunda el pueblo.
Yo vivo en el barrio del Condestable, popularmente llamado de arriba. Está situado en una alturita, dominado por la iglesia de Santa Marta. Iglesia que quiso ser mudéjar, pero que se quedó, en una mezcolanza de estilos varios, sin carácter propio, parda, austera y seca como los campos de tierra.
Me crié aquí, en la laguna de la alegría, aunque en la placa pone, Plaza de Santa Marta. Laguna rebosante de optimismo, con una marea de críos jugando a las chapas, al aro, o al pase misi, jóvenes tirando a la tarusa con los petacones, mujeres lavando la ropa y tendiéndola en el teso de las bodegas, y mozas casaderas, con el cántaro en la cadera a por agua del pozo la alegría, y pelar la pava con los novios, tirando las veces que hiciese falta el agua al suelo, para volver a llenar el cántaro y hacer más duradero el momento.
Como si un enjambre de gusanos hubiese pasado por aquí, mi barrio tiene horadado su suelo en casi su totalidad. Salpicado a diestro y siniestro por innumerables silos, que servían de granero, y en la francesada, como escondite de vecinos y animales. A la par no había casa que no se preciara de tener una bodega debajo de ella, donde poder conservar los alimentos, y tener a su disposición unos cántaros de vino de la tierra, que trasegar al coleto, en los duros días de trabajo en el campo.
A las afueras de mi barrio, se vislumbran los tesos de las bodegas, tachonados de cientos de zarceras, que le confieren un paisaje característico y lo llenan de aroma y sabor. Laborioso trabajo el que tuvieron que hacer nuestros antepasados para que a base de vino y tocino, con la piqueta en la mano, y sin más estudios que la universidad de la vida, hacer estas características obras de ingeniería.
Cada bodega es un mundo, entrecruzándose unas con otras, de tal manera, que si ahora nos ponemos a picar en ellas, es fácil que a la segunda picada acabemos en la bodega de al lado.
Después del trabajo que conllevaba el hacerlas, normalmente en invierno, cuando los trabajos del campo escaseaban y las familias se reunían a luz del candil y la mortera de sopanvino, siempre quedaba un momento para la inspiración del artista, que normalmente dejaba plasmada su huella en forma de cruz en la pared del cañón o en las sisas de las cubas, para proteger el vino de los malos espíritus y no se picara. Había a quien le daba por tallar corazones, otros tallaban cabezas, y hubo quien en una bodega logró perpetuar en sus paredes a tamaño natural a la que probablemente era su familia.
Después del colegio, solíamos ir a jugar al escondite, por entre las bodegas, con gran regocijo por nuestra parte, y preocupación de nuestros padres, por el peligro que conllevaba el caerte por una zarcera, como más de una vez sucedió.
Por entonces ya era muy famosa la bodega del “Indio”, a la cual teníamos miedo de bajar, porque según decían, vivía allí un indio que se comía a los niños, con el tiempo pudimos constatar que lo único que había era una cara tallada en la pared, y que los que hacíamos el indio, éramos nosotros.
También era muy conocida la bodega de “Siete Hoces”, que digo yo la llamarían a sin, porque alguien encontró en ella siete hoces, y que la recuerdo con nostalgia y con cariño, pues en ella fume mi primer cigarro casero hecho a base de pelujos del reguero, hojas de las viñas, y papel de periódico. Como picaba el muy cabrito. En ella, una chica me dio el primer beso, y del sofoco, casi no pude ni subir las escaleras.
Había otras bodegas muy nombradas, cada una con su peculiar historia, pero la que se llevaba la palma de todas, era una bodega a do dicen en casa de “Fausto”, apodado “mentiras”.
Según cuenta la tradición oral de mi pueblo, trasmitida de generación en generación, de inmemorial tiempo a esta parte, existe en esta casa, una bodega con un túnel que llega hasta Valderas.
- Vamos a la bodega de Fausto, a jugar.
- No. Que dicen, que hay un túnel mu grande, mu grande y nos podemos perder.
- Dicen que llega hasta Valderas.
- Hala que tonto, como va a llegar a Valderas si esta mu lejos. Por lo menos está a cien kilómetros.
Y tú como lo sabes.
- Porque me lo ha dicho, mi agüelo, y también dice que una vez él entró, y estaba todo mu oscuro, y no se podía respirar, que los candiles se apagaban.
- Yo he oído que el tuercebotas, entró hasta con un caballo, y que no tocaba el techo.
- Seguro que hay aparecidos.
Alguien grito desesperado: - Niños, dejad los zahumos no prendáis fuego al pajar u os unto el culo-. En estas y otras estuvimos durante muchos años, pero nunca nos atrevimos a asomarnos a esa bodega, tal era el miedo y respeto que teníamos por ella.
Pasaron los inviernos, llegaron los veranos, cumplí primaveras y caí pelo con el otoño. A lo largo de todo este tiempo, siempre tuve el remordimiento, de no haber conocido esta bodega, de no haberme atrevido a entrar en ella, y ver si es verdad todo lo que cuentan por el pueblo de la misma, en el fondo siempre he sido un miedica.
Hablaba con los viejos del lugar, y en cuantis podía les preguntaba por la dichosa bodega, y si es verdad que existe un túnel que llega hasta Valderas, e invariablemente todo el mundo, me decía que si. To quisqui, lo conocía. Todo hijo de madre había visto el túnel, pero cuando les decía si me podían acompañar, para hacerlo algunas fotos, todos tenían prisa y me dejaban plantado.
- Tú estás tonto chaval, yo allí no vuelvo.
Intente convencer al nuevo dueño, “Chico-chaca” el sacristán, de que me dejase bajar a la bodega, pero siempre me encontré la misma contestación:
- Uy salao, pero si no se puede bajar, está tapada la entrada.
Ante muros tan infranqueables, desistí de mi intento por conocer la bodega, y ver si de verdad existía en ella el famoso túnel que llega a Valderas. Y con el tiempo me olvide de ella.
Pero hete aquí, que un buen día, en plenos preparativos de la semana cultural, salió a relucir el tema. Las personas mayores que allí se encontraban todas aseguraban que habían visto el túnel y como la ocasión la pintan calva, yo la agarre por los pelos.
- ¿Como es el túnel?
- Es muy grande, hecho de piedras y casi no se puede respirar.
- Es tan largo, que las velas se apagaban por la falta de oxigeno.
- ¿Y cómo se entra en él?.
- Bajáis por la escalera, y doblando a la izquierda os encontrareis de bruces con él.
- Pues si todos aseguráis que existe, malo será que no lo comprobemos, y si es verdad, limpiarle y quedarle bien presentable para que la gente le pueda visitar.
- Ni se os ocurra, dicen por ahí que esta arroñado, os vais a morir porque no hay oxigeno, además estará lleno de agua.
Pero la decisión ya estaba tomada, iríamos a por el túnel, pesara a quien pesara, y en contra de la opinión de mucha gente que pensaba que estábamos locos.
En un día sofocante de verano, y con el permiso del dueño, nos encontramos a la puerta de la bodega, allí estábamos seis amigos, haciéndonos los valientes, dispuestos a todo, con tal de encontrar el túnel. Mochilas a la espalda, con algún que otro bocadillo, linternas con pilas de repuesto, brújulas, cinta métrica, botas de agua, cascos para la cabeza, cuadernos para apuntar, cuerdas para tirar a lo largo del túnel por si nos perdíamos, la perrita Ruska para que fuera por delante por si no había oxigeno y demás enseres para la faena, dispuestos a llegar a Valderas y abrir una nueva ruta hasta este pueblo.
Bajamos por la escalera, temblando de la emoción, y por qué no, también del miedo, y llegamos a un bodegón no muy grande, con algo de paja trillada esparcida por el suelo, y algún que otro cuelmo y manojos para la lumbre. Atamos a la perra para que no se escapará, encendimos las linternas, y a través de su luz vimos las picadas paredes del bodegón, pero de la entrada del túnel no había ni rastro.
- Mirar por este lado.
- Tocar las paredes, por si suenan a hueco, no vaya a ser que lo hayan tapado.
- Vamos a quitar la paja y los manojos, por si la entrada está en el suelo.
Después de infructuosos intentos, solo encontramos una pequeña escalera que subía hacia una habitación de la casa, y el túnel brillaba por su ausencia.
Pa mí, que hemos hecho el canelo
- Volvamos a mirar por si acaso.
Y nada, no encontramos nada, a no ser una suela de zapatilla a medio quemar que alguien uso antaño para alumbrar el bodegón.
Decepcionados salimos a la calle, y fuimos al bar a tomar un trago y pasar el ídem.
- ¿Haber donde están los que dicen que habían entrado en el túnel, si no existe?, ¡eh sacamantecas!
- Coño yo no entré, pero me dijo el carrascas que él si lo conocía.
- Yo que voy a conocer, a mi me lo contó, mi padre
- Toma y a mi tu abuelo.
Les miré con ironía y mientras discutían sobre el particular, salí del bar, con la impresión de que todos la mataron y ella sola se murió, nadie conocía el túnel, todos hablaban de oídas, con habladurías corregidas y aumentadas. Característico de los pueblos. Que se podía esperar de la bodega de Fausto Mentiras.
Pero allí en un rincón del bar alguien se levanto, y sin que nadie le viera, me susurro al oído:
- Os habéis equivocado de bodega, lo que buscáis no está en esa. Buscad por la plaza Santa Marta.
Renace la esperanza, volvemos a empezar; La leyenda continúa...
Ángel Alcalá
EL TÚNEL A VALDERAS
Un episodio de, Ángel Alcalá Núñez
Sobre Cerecinos de Campos
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