El Encuentro.

EL REENCUENTRO ¿O EL ENCUENTRO?.

Por: Ismael Martínez Liébana

Fue algo totalmente casual (¿o no lo fue?). Una mañana del mes de junio, navegando por Internet, me asaltó la curiosidad, curiosidad de añorante, de nostálgico, por entrar en contacto con mi pasado, con mi pasado más prístino y originario, con el pasado de mi nacimiento. Preguntando al omnisciente Google por ese mi origen en el pueblecito zamorano de Fuentes de Ropel, al punto me respondió enviándome a “Iniciativas Ropelanas”, nombre en el que creí hallar alguna relación con mi “inicio”, con el “inicio” de mi vida en Fuentes de Ropel. Porque, en efecto, mi vida se inició en ese pueblecito zamorano ya hace más de cincuenta años. Mi padre, a la sazón guardia civil, procedente de Cataluña, tras un ascenso, había sido destinado allí. Tengo que confesar que el pueblo apenas me rozó la piel. Pocos meses después, un nuevo ascenso de mi padre propició el traslado de la familia a otro pueblo zamorano de la comarca de Aliste.

Quería encontrarme con mis raíces, pisar la cuna de mi nacimiento, oír la voz de las gentes y los sonidos del lugar, aspirar el aire y el aroma de sus calles, escuchar, tal vez, historias y relatos de un pasado remoto del que posiblemente yo también formaba parte. En aquel día del mes de agosto, David, que desde el primer momento se prestó amablemente a acompañarme por el pueblo, fue mi anfitrión, mi guía, mis ojos (¿mi memoria?). Primero, la iglesia. Templo pequeño, esmerado, cuidado.

El párroco, Agustín, atento y diligente, me recordó a don Timoteo, el cura de Tábara, de quien fui bisoño e inexperto monaguillo. Me explicó y me hizo tocar la pila bautismal (tal vez donde yo fui bautizado) y las tallas de santos del coro que en otro tiempo procesionaran. La incursión y excursión a la bodega de David (antes de la visita a la era con su parva de trigo y bajo un sol esplendente) fue el complemento profano perfecto.

Los aperos de labranza, que yo conociera de niño, cuidadosamente ordenados y dispuestos, reposaban ya, tras dilatada actividad, siendo testigos mudos de un pasado sin duda irrecuperable.

El frescor de la bodega, el vino escanciado, las viandas de María Jesús, la amena conversación, todo allí parecía distinto, todo allí parecía antiguo y nuevo a la vez, todo allí me transportaba a un pasado nunca vivido pero sí claramente presentido

Mi padre me había hablado mucho de Fuentes de Ropel, de las heladas del invierno, de cazadores furtivos, de dehesas cercanas, de alborozadas fiestas, de ciertos pintorescos personajes, de la fuente próxima al cuartel. Pero ahora se abría ante mí un paisaje y un paisanaje directamente vividos por mí: la panadería de Emeteria, anciana venerable que al punto me recordó otras venerables ancianas de mi rural infancia, el bar “Alegría”, con Nini, hacendosa, jovial, cordial, entrañable. Los amigos de David, Dimas y Rosa, sobre todo; Dimas, colega; Rosa, locuaz, de voz cálida, dulce, musical, rotunda, castellana. Sentado en aquella terraza, tomando aquel café, escuchaba y pensaba, y escuchando, me escuchaba a mí mismo. Siempre he mirado hacia delante, pero tal vez mirar adelante sea de alguna manera mirar hacia atrás y embeberse y engolfarse en el recuerdo de lo que fue o quizá no fue y debió haber sido

Ahora, después de aquella visita, visita fugaz de un día, me siento confortado. Fuentes de Ropel no es ya una quimera, una fantasía de la imaginación, una imagen suscitada en mí por vivencias y relatos ajenos; es, por el contrario, una realidad bien patente, una realidad palpable, audible, pisable, degustable, una realidad que a partir de entonces me acompaña íntimamente, inseparablemente, una realidad palpitante, recuperada, reencontrada, que no puedo ya dejar de estimar, de sentir y de amar.

Ismael, un nostálgico ropelano.

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