El inmenso cielo castellano


Vega de Villalobos. Por: Laura Pérez

Estoy segura de que a mucha gente le puede parecer algo deprimente, triste y aburrido contemplar un paisaje así. Lo comprendo, pero sé que sabrían apreciarlo mejor si se tomaran la molestia de observar serenamente. Hay que tener paciencia con él.
Sé que si son capaces de saber mirar más allá de la pura imagen típica podrán descubrir un mundo nuevo.
Es algo así como un enorme mar dorado. Un mar con suaves y pausadas olas de espigas de trigo cuando sopla el viento. Son campos enormes y verdes salpicados de pequeñas manchas rojas en forma de amapolas. Es un solo árbol en todo el horizonte, es un palomar caído que grita socorro.

Es un paisaje tan cambiante como el tiempo. Un día es verde furioso, otro dorado y otro no es nada.
Es una primavera de mañanas frescas, un abrasador verano, un triste otoño y un frío invierno. Nada es de un año para otro igual. Nunca encontrarás lo mismo pero todo seguirá en el mismo lugar cuando vuelvas el año próximo.Es una enorme manta de enormes cuadros de colores diferentes. Irregular y torpe pero suave y tersa a la vista.
Es una tierra donde tus ojos se cansan de mirar más allá y no llegar a ver nunca el final de los campos o el final del camino. Es un camino serpenteante unas veces e increíblemente recto otras.
Caminos que parece que jamás se acaben. Si caminas por ellos, puedes llegar a tener a menudo la sensación de caminar hacia la nada, de no volver a encontrar tu mundo otra vez..
Esos caminos, esas distancias sólo existen en aquel lugar. Han estado allí siempre y nadie los conoce mejor del propio tiempo.
Son lugares infinitos de infinita longitud que guardan secretos de siglos.

De sus tierras, se alzan hacia el suelo, pequeños recordatorios de lo que un día fue de natural el hombre. Construcciones más viejas que el hombre más viejo del lugar. Gritan pidiendo socorro pues su tiempo se acaba. Palomares, en medio de todo como un árbol seco que se cae bajo la curiosa mirada del que quiere mirar y bajo la triste del que prefiere no hacerlo.
De vez en cuando, crece algo más que un palomar de tierra seca. También crecen pequeños pueblos salpicando la inmensidad de ese mar. Parecen rincones olvidados de la mano de la sociedad que aún son capaces de guardar en sus desvanes recuerdos de un pasado nada lejano. Sus casas de adobes de barro conservan todavía su verdadera identidad.
Metidos en cúpulas de cristales rotos consiguen que no entre demasiado aire de fuera, algo inevitable.
Llegar aquí no es demasiado difícil, sólo hay que tratar de perderse y escoger el camino que nunca se escogería.
Si un día decides ir por ese otro camino, mucho te esperará al llegar al final de él.

Te esperará una torre.
La torre de una iglesia de un pueblo cualquiera, pues todos parecen iguales. Vacíos y tristes en época de frío se convierten en obligado retorno en verano. Como las aves vuelven a los lugares cálidos, todos aquellos que un día se fueron vuelven a su tierra. Necesitan volver y encontrar otra vez ese sol enorme que les calentaba de niños. Vuelven porque saben que allí están sus raíces y que por muy lejos que se encuentren nunca será suficiente para hacerles olvidar.
Nada más subir la cuesta de la calera te saluda esa torre vieja de espadaña y suspiras aliviado: todo sigue ahí. Estarán esperando los viejos sentados en su piedra o en cualquier otro lugar, no importa. Pero cada vez serán menos los que esperen y más los que se habrán ido. Cada vez habrá menos miradas curiosas que pregunten si ese de ahí es nieto de tal o de cual. Pero no importa. La esencia por muchas casas que se caigan, se tiren o derriben, seguirá en los corazones de aquellos que vivieron allí. Cada uno llevará una parte imborrable de aquel encuentro. Podrá ser un atardecer despejado, un campo amable, podrá ser un rostro arrugado, podrá ser cualquier cosa porque todo será válido.
Cuesta llegar, es cierto, pero una vez allí lo difícil es marcharse.

Te esperará gente.
Gentes que viven de lo más elemental, de mirar constantemente al cielo. En época de lluvias para ver si llueve, en época de cosecha para que no lo haga. Miran al cielo cada tarde y se preguntan si no lloverá mañana.
Son gentes del color de la tierra de tanto pisarla, con ojos de cielo de tanto mirarlo.
Es gente cuyo tiempo es el tiempo y su calendario el que la tierra dicta.
Viven en casas de siglos. Barro amasado por las propias manos de sus abuelos. Casas que a pesar del paso del tiempo siguen en pie manteniendo toda su dignidad. Casas del color de la tierra porque son tierra, y la tierra del de la paja, del sol y de las pieles curtidas de la gente. Sus tejados, como el horizonte, parece que no van a acabar nunca por mucho que intente abarcar tu mirada.

Te esperarán bodegas.
Forman una visión curiosa. Están en los alrededores del pueblo. Aparecen a ambos lados del camino unos montículos con unas pequeñas puertas de madera, rotas casi siempre, que te hacen pensar que no te llevan a ningún sitio. Pero si las abres te llevarán por pasillos de tierra aplastada a galerías y salas donde con suerte puedes encontrar aún en algunas de ellas las cubas y barricas que antaño usaban para el vino. Si no, puede que queden los aros que las sujetaban, enormes, más que las puertas. Hace frío y huele a húmedo. Siempre. Mantienen encerrados olores de siglos bien guardados.Hoy están casi todas medio caídas.
Y los Palomares, símbolos de una tierra que no deberían desaparecer nunca, símbolos de identidad, de Tierra de Campos.

Es fácil llegar. Sólo hay que olvidarse de todo y entonces será fácil. Para apreciar esto tienes que tener muy cerrados los ojos y oler la tierra seca o húmeda en primavera, sentir la soledad en otoño y el terrible frío en invierno. Tienes que oír la música de la lluvia fuera y no pensar en nada más. Tienes que escuchar atentamente y sólo oír el silencio. No es tan difícil llegar aquí.

Laura Pérez

EL INMENSO CIELO CASTELLANO CUBIERTO DE NUBES
Un episodio de, Laura Pérez
Sobre Vega de Villalobos

No hay comentarios :